9.10.07

Vivant...Vivant

Enciendo la computadora, encuentro que no hay nada interesante para hacer; y aquí me encuentro con una bifurcación: o corto conexión con la net, o decido pasar por este espacio y escribir algo que, siempre deseo, termine en algo digno o mínimo dejé algún mensaje. Y a veces escribo... mal... a las apuradas... o porque me exigen que escriba (no es una terrible exigencia). Revivir este blog está entre mis prioridades, además de aprobar matemática y descansar lo suficiente, entonces así nomás:

Desconcertante evocación

“Encapotado, está horrible” –decía la radio- antes de salir de casa. Después pude comprobarlo. Crucé el recibidor del edificio, arriba y sobre la ciudad se cernía un monolito de piedra gris. Parecía el comienzo de un buen cuento. Corrí la cuadra de distancia hacia la parada, esfuerzo inútil –pensaba entre mí-, igual llego tarde. Me veía haciendo trámites después de hora y haciendo colas en el banco para pagarle cuentas al jefe.
Miro mi reloj son menos diez, en el momento en que el 93 se asoma a lo lejos. En 10’ el colectivo tenía que cruzar la ciudad de punta a punta, mi malhumor crecía y el tiempo no ayudaba, sentí caer una gota de lluvia en mis ojos. $ 0.80 –le digo al chofer de mala gana- afuera el cielo parecía crujir. Atestado de paraguas y pilotos dentro del transporte, me pregunté si todos habrían escuchado el pronóstico antes de salir.
Me las arreglé para acomodarme en un rincón del colectivo. Fijo mi vista en unos zapatos acordonados de cuero negro con punta cuadrada, medias con motivos de rombo en gris y negro, el traje de lino, también negro que contrastaba con una impecable camisa blanca. Sus ojos eran arrogantes, de un gris claro reflejaban más años que sus facciones. Estaba sentado frente a mí. Lo examiné por varios minutos, creí conocerlo. Se parece a un compañero del Villegas, pero no es, tendría que ser diez años más viejo. Tiene cara de que juega al tenis, tal vez lo conozco del Arquitectura. ¿Será del estudio? no... –Me respondí- parece no necesitar trabajar en ese antro. A lo mejor es el cobrador –proseguí-, no, no es él. Sólo puedo pensar en Tribunales o en Hermann’s bar. Miro fuera de la ventana, reflexionaba cuanta más gente conocía, pero recordé que hacía mucho no salía. Observo los nubarrones arriba del colectivo y de manera súbita lo recuerdo... ¡soy un estúpido! Como pude olvidarme. Con todo lo que escuché en la mañana, recién ahora me acuerdo de que dejé el paraguas arriba de la mesa para no olvidarlo.
Decepcionado conmigo mismo, tuve que concentrarme más que nunca en el extraño, y ¿si le preguntó?... así me sacaría la duda rápido de encima –pensé- pero después con que me distraigo en el viaje, podría leer, pero no. Se dio cuenta de que lo miraba, fijó sus ojos embravecidos en mí, mientras pensaba ¿le preguntó? No va a pensar que soy de esos raros. Ya lo voy a descubrir, del Villegas, del club, del... Disculpe –me interrumpió el hombre- ¿tiene hora?... Eehh sí –titubeé pero respondí- son y cinco. Gracias –dijo secamente-.
Sin pensarlo enseguida le dije ¿Disculpe –fijó de nuevo sus ojos húmedos en mí- le conozco de algún lado? Imposible –respondió extrañado- recuerdo muy bien caras y a usted no lo recuerdo. ¿Está seguro? –Insistí- ¿usted no iba al Villegas de chico? –niega con la cabeza- y ¿no juega al tenis? ¿O va al club Arquitectura? Con creciente firmeza y mayor enojo me da una negativa. Buscando energía para seguir preguntándole, miré al cielo y éste se había ennegrecido todavía más -si eso era posible-. Y ¿de los tribunales? -con un último impulso seguí- ¿O es usted un cobrador?. Sus ojos grises parecían esconder una tormenta y pronunció su última palabra hacía mí: No.
Acto seguido se levantó y extendió su manga hacia el timbre dejando entrever unos gemelos de oro iguales a los que usaba mi bisabuelo; pero no, éstos parecían más importantes.
Dejé de insistir con la familiaridad del desconocido y observé como se bajaba del colectivo, caminando como un rey con su séquito detrás. Seguí sin reconocerlo, volví a repasar mentalmente los lugares, las personas que conocí, mi vida completa en un minuto y medio. Era verdad, no conocía tanta gente como creía, en realidad, siempre me refugié en mis libros. Retire de mi portafolio un libro de hojas amarillentas, con ribetes dorados y con un retrato en la portada. Mi bisabuelo aunque ya viejo, me dejó su gusto por los libros, por sus personajes. Cuando murió, heredé su biblioteca. De ella saqué este libro. Miré mi reloj, son y cuarto, tengo tiempo de leer unas hojas, así olvido mi falta de memoria. Fijo de nuevo mi vista en la portada. Había en ella, un hombre sentado mirando de frente. Tenía unos zapatos acordonados de cuero negro con punta cuadrada, un traje de lino también negro que contrastaba con una impecable camisa blanca. Sus ojos eran arrogantes, de un gris claro reflejaban más años que sus facciones.
Di vuelta las hojas y leí el primer párrafo: “En el estudio flotaba un leve olor a rosas, y cuando la brisa veraniega se agitó entre los árboles del jardín, el pesado aroma de las lilas entró por la puerta junto con el delicado perfume de las rosadas flores del cardo”. No sé porque le gustaba tanto a mi bisabuelo este libro, tal vez porque es la única novela de Oscar Wilde, pero ni el comienzo ni el título pronostican una buena historia, “El retrato de Dorian Gray”, demasiado presuntuoso. Un trueno me distrae de mis reflexiones, pero no vi caer ninguna gota. Espero que no llueva, porque no traje paraguas.